Que resulta más fácil la obediencia
desde el convencimiento bien lo saben los padres, que
tradicionalmente han recurrido a los cuentos como refuerzo de sus
preceptos, sorteando así la escasa capacidad de razonar de sus hijos
pequeños. Con las moralejas de cuentos y fábulas les hacen entrar
en contacto con un sistema normativo más sutil que la prohibición
directa. Tomemos el ejemplo de Caperucita Roja. Se vale del
miedo que inspiraban en la Europa medieval los bosques, poblados de
salteadores y forajidos, para cargar de connotaciones negativas las
tentaciones en las que puede caer una joven, tales como los hombres
depravados que las acechan y hablar con desconocidos, a la vez que
insinúa una reprobación del sexo antes del matrimonio. Pero más
allá del contenido concreto, a lo que apunta el relato es al peligro
al que se enfrenta una niña cuando escapa de la vigilancia de los
adultos. El mensaje sucinto asocia desobediencia y castigo. Una vez
interiorizado, la advertencia de que te come el lobo se puede
usar para cualquier otro contexto. Los objetivos que se alcanzan
tirando de este hilo son: a medio plazo, que los niños vayan
asimilando como en un juego los valores que les enseñan sus padres
y, a corto plazo, que estos puedan relajar la vigilancia sobre sus
vástagos.
La paradoja del mecanismo expuesto es
que en su versión más extendida sirve para aleccionar adultos y no
niños. Por otras razones que para la infancia, en el fondo las
mismas, es muy difícil guiar a un pueblo solo con medios
coercitivos. Planteamientos al estilo de la Stasi de la Alemania del
Este son poco eficientes en términos de esfuerzo y resultado. La
alternativa es persuadir al individuo de que determinados valores,
aquellos por los que se rige la sociedad en la que vive, son los que
más le favorecen a él mismo. Para la tarea las sociedades se dotan
de lo que Althusser llamaba los aparatos ideológicos del estado,
entre los que incluía la escuela, la familia, los medios de
comunicación o las artes. Son los medios de los se vale una
comunidad para impregnar de su espíritu a todos sus miembros, para
proveerlos del grado de uniformidad necesario que los predisponga a
compartir una existencia en común. Por supuesto que en un escenario
ideal la retroalimentación es fluida y constante. Los principios de
la comunidad son transmitidos al individuo y las variaciones
individuales, cuando consiguen una aceptación significativa, pasan a
formar parte del cuerpo de principios sociales. Pero antes de llegar
a estadios tan elaborados, para sociedades rudimentarias era
imprescindible servirse de instrumentos más básicos con los que
ganarse las mentes de los individuos. El más eficaz ha sido la
religión. Mediante la palabra, con un razonamiento simbólico al
estilo del cuento, buscando entre los miedos y anhelos más profundos
del hombre hasta llegar al miedo a la muerte, las religiones han
forjado su propio marco formal desobediencia-castigo, en el que el
castigo toma la forma de la condena al infierno. Una vez
interiorizado el miedo al infierno al estilo del que te come el
lobo de las fábulas, la comunidad está lista para llenarlo de
contenido, para vincular ese castigo a la desobediencia de normas
concretas. Asegurándose de que las normas con las que se gobierna la
comunidad van a estar no solo respaldadas por la religión, sino
perpetuadas por esta; pues las ha almacenado en el lugar más
profundo de los sentimientos humanos, ese al que nunca se deja de
recurrir: el miedo a la nada. Este es, quizás, el papel más
importante que juegan las religiones, el de sostén y cimiento del
sistema normativo de una sociedad, y una de las explicaciones de su
pervivencia en la historia. Y es que en periodos en los que el
espíritu democrático aún no se atisbaba, las religiones suplían
su ausencia con éxito notable.
La importancia de la función
normativa, por encima de la teológica, se manifiesta en casos como
el Budismo, a mitad de camino entre la religión y la ética laica,
que no precisan de la existencia de un dios en su sistema, porque se
fundamentan en el conocimiento honesto de uno mismo. ¿Pero cómo
resuelve el Budismo la falta de un dios todopoderoso que tutele el
comportamiento de los hombres? Lo hace recurriendo a un ingenioso
sistema cíclico basado en el karma y los renacimientos. Las malas
acciones no son castigadas por una deidad, sino que se anotan en una
cuenta de resultados a doble columna y solo pueden ser compensadas
por buenas acciones, con la particularidad de que cada acción
positiva o negativa es recompensada o sancionada con otra acción de
rebote del mismo signo que recae sobre el autor generando una espiral
que se autoalimenta. Al final de la vida la suma de todo el bien
hecho se compara con la del mal, dejando un beneficio o una pérdida,
que premian o castigan en una próxima vida en proporción de su
magnitud. Eso es el ciclo del karma, la configuración del destino
del individuo en función de la malas y buenas acciones hechas; y,
como tal, cumple perfectamente la tarea de ordenar el comportamiento
social de los miembros de la comunidad siguiendo un esquema
beneficioso para el conjunto. Pero con un matiz muy sutil: la ética
budista se aleja del dogmatismo de los Diez Mandamientos de la Ley
de Dios judeocristianos. Al confiar en el hombre como centro de
su doctrina, solo le exige honestidad en sus acciones, obrar pensando
que hace el bien, sin necesidad de especificar lo que es bueno o
malo, fiándose de su criterio. Dios sustituye a la policía en unas
sociedades que desconfían del hombre o que se preocupan más de
mantenerlo sometido. En el Budismo, un estadio más avanzado, se
llega a prescindir de dios. Estamos a un paso de distancia del
laicismo y a otro más de la liberación total. Pero este último
paso es gigantesco como veremos más adelante.
Hasta ahora hemos visto la
omnipresencia histórica de mecanismos de adoctrinamiento mediante la
palabra como modo de superar las limitaciones de los métodos
policiales. Un concepto profundamente asumido por las religiones, si
nos atenemos al famoso comienzo del Evangelio de san Juan: "En
el Principio era el Verbo, y el Verbo estaba con Dios y el Verbo era
Dios". Es decir, el principio era el verbo o, como traducen los
Testigos de Jehová, la palabra. Y todo deriva de la palabra,
mediante la que es posible desencadenar acciones y modificar
comportamientos. Sin embargo, donde más claramente se expone la
potencia de la palabra es en la brujería. Los hechizos mediante
conjuros o fórmulas mágicas evidencian el grado de convicción de
los pueblos en el poder de determinadas palabras para alterar
voluntades. Sin duda, una de las causas por las que esta práctica ha
sido tan perseguida en la cristiandad, donde era identificada como un
rival directo que usaba las mismas armas que la Iglesia y que podía
devaluar su mensaje como depositaria de la palabra de Dios. Y, sobre
todo, sembrar la duda en los creyentes. Pues la concurrencia de un
competidor expondría a la Iglesia a que los fracasos de este
acabaran repercutiendo en la fortaleza de la fe.
El poder de los conjuros y las palabras
mágicas de la hechicería para modificar voluntades sobrevive
secularizado en forma de marketing y eslóganes publicitarios. Esta
ciencia moderna evolucionó desde su papel inicial de ayudante
de las ventas, hasta el día de hoy en el que se ha convertido en el
principal valor añadido de un artículo, desdeñando la calidad del
mismo y creando artificialmente las necesidades que cubre. Tanto se
pervirtió, y tanto éxito tuvo en esa perversión el marketing, que
los políticos importaron sus usos con más fe que los vendedores, de
manera que en la actualidad viven exclusivamente de frases
rimbombantes, pero vacías de contenido, que buscan embellecer las
políticas interesadas del momento y que no se sustentan en ningún
razonamiento excepto en el porque yo lo digo. Se dedican a
acuñar mantras políticos como el del fin de las ideologías o el de
que las recetas neoliberales son las únicas que toleran los
mercados; que a base de ser repetidos mil veces entran en la
conciencia del ciudadano convirtiéndose en verdades comúnmente
aceptadas, que no precisan de demostración. Una vez bien
establecidas estas verdades interesadas (el lobo del cuento,
el infierno o el karma de las religiones), es muy fácil rellenarlas
con los argumentos que más convengan. Apoyándose en ellas, los
partidos cuelan toda su ideología, pero sin nombrarla, librándose
del sentido peyorativo de partidismo y parcialidad que ha llegado a
impregnar el concepto de ideología. Pero ni eso les vale y está
triunfando ya un marketing inverso que en plena era de la información
no consiste en revelar, sino en ocultar, en evitar a toda costa ser
prisionero de las hemerotecas y que alguien pueda contrastar lo que
se dijo hoy echando la vista atrás cinco meses. La manipulación es
especialmente sangrante en la economía, que avasallando
contundentemente a la política, ha conseguido convertirse en la juez
exclusiva de lo posible y sancionar al neoliberalismo como única
ideología admitida justo después de convencernos de que ya no había
cabida para las ideologías. Pues bien, los economistas, los profetas
del pasado, se han especializado en interpretar a posteriori
cualquier hecho económico de manera que de él se extraiga una
conclusión favorable a su bando. Mucho menos clarividentes se han
mostrado, sin embargo, a la hora de predecir el futuro o anticipar
las crisis.
Retomamos desde aquí el hilo del
discurso que nos ha llevado desde el adoctrinamiento de los niños al
de las religiones y los partidos políticos, para concluir lo
necesario que le es a una comunidad dotarse de mecanismos de
transmisión de valores que le ahorren poner un policía detrás de
cada ciudadano, un supervisor detrás de cada policía, etcétera.
Seguimos siendo como hace diez mil años. Hemos sustituido la
brujería por los curanderos y estos, por la homeopatía. Sabemos
usar computadoras, pero no nos hemos quitado el miedo al lobo de
cuando éramos niños. Este miedo aprendido, alguien dirá que
enseñado por intereses espurios, nos hace tan fáciles de manejar
que nos impide soltarnos de la correa para dar el paso definitivo,
aquel con el que superar el círculo vicioso de la historia. Nos
referimos al círculo que ha atrapado a los pueblos pulsando las
teclas del miedo y la manipulación de los sentimientos. Debemos ser
tratados de una vez como hombres y no como niños. No es malo per
se, es incluso deseable, cierto adoctrinamiento que nos permita
convivir sin matarnos, siempre que se mantenga la alerta constante
ante el peligro de apropiación indebida. La principal grieta de este
edificio se abre cuando las instituciones que velan por su
funcionamiento (los padres, la jerarquía eclesiástica, los partidos
políticos) se atrincheran en sus posiciones y comienzan a transmitir
valores pervertidos con el único propósito de mantener sus
privilegios, olvidando el bien común.
El gran cambio de paradigma puede estar
ya en marcha. Las ONG, el voluntariado, el copyleft, el software
libre son tendencias que progresivamente ocupan el lugar no de los
antiguos valores, que siguen siendo válidos en muchos casos, sino el
de los cimientos en los que se sustentaban. El laicismo está vacío
y hay que dotarlo de contenido, de unos valores más frescos que los
que nos han conducido a esta crisis. Quizás un altruismo sincero que
purifique la sociedad y nos evite caer en un estado policial. Hemos
superado la hechicería, la religión en Occidente ha iniciado su
lento declive. Hemos alumbrado sociedades democráticas que han
sustituido el adoctrinamiento religioso por otro de nombre distinto,
para al final volver al mismo modelo que cambiando de nombre ha
permanecido intacto durante toda la historia: el modelo amo-esclavo,
patricio-plebeyo, bramán-paria, señor-siervo o rico-pobre. Que las
diferencias dentro del binomio cada vez sean más marcadas nos
indican que en el fondo nada ha cambiado, que el paso que queda es un
salto enorme que empieza por recordar que las leyes democráticas
pueden corregir las del mercado, si estas no persiguen un justo
reparto; que tan prioritaria como la redistribución de la riqueza
entre las personas de un país es la que afecta a su reparto entre
países; y que todo esto solo se podrá conseguir cuando el hombre
piense por sí mismo y se cuestione todo lo que le es impuesto sin un
razonamiento previo. En definitiva, es el momento de que la razón
deje de ser un arma para engañar y se convierta en un instrumento de
progreso sincero.