sábado, 9 de junio de 2012

Cuentos, religión y política

Que resulta más fácil la obediencia desde el convencimiento bien lo saben los padres, que tradicionalmente han recurrido a los cuentos como refuerzo de sus preceptos, sorteando así la escasa capacidad de razonar de sus hijos pequeños. Con las moralejas de cuentos y fábulas les hacen entrar en contacto con un sistema normativo más sutil que la prohibición directa. Tomemos el ejemplo de Caperucita Roja. Se vale del miedo que inspiraban en la Europa medieval los bosques, poblados de salteadores y forajidos, para cargar de connotaciones negativas las tentaciones en las que puede caer una joven, tales como los hombres depravados que las acechan y hablar con desconocidos, a la vez que insinúa una reprobación del sexo antes del matrimonio. Pero más allá del contenido concreto, a lo que apunta el relato es al peligro al que se enfrenta una niña cuando escapa de la vigilancia de los adultos. El mensaje sucinto asocia desobediencia y castigo. Una vez interiorizado, la advertencia de que te come el lobo se puede usar para cualquier otro contexto. Los objetivos que se alcanzan tirando de este hilo son: a medio plazo, que los niños vayan asimilando como en un juego los valores que les enseñan sus padres y, a corto plazo, que estos puedan relajar la vigilancia sobre sus vástagos.

La paradoja del mecanismo expuesto es que en su versión más extendida sirve para aleccionar adultos y no niños. Por otras razones que para la infancia, en el fondo las mismas, es muy difícil guiar a un pueblo solo con medios coercitivos. Planteamientos al estilo de la Stasi de la Alemania del Este son poco eficientes en términos de esfuerzo y resultado. La alternativa es persuadir al individuo de que determinados valores, aquellos por los que se rige la sociedad en la que vive, son los que más le favorecen a él mismo. Para la tarea las sociedades se dotan de lo que Althusser llamaba los aparatos ideológicos del estado, entre los que incluía la escuela, la familia, los medios de comunicación o las artes. Son los medios de los se vale una comunidad para impregnar de su espíritu a todos sus miembros, para proveerlos del grado de uniformidad necesario que los predisponga a compartir una existencia en común. Por supuesto que en un escenario ideal la retroalimentación es fluida y constante. Los principios de la comunidad son transmitidos al individuo y las variaciones individuales, cuando consiguen una aceptación significativa, pasan a formar parte del cuerpo de principios sociales. Pero antes de llegar a estadios tan elaborados, para sociedades rudimentarias era imprescindible servirse de instrumentos más básicos con los que ganarse las mentes de los individuos. El más eficaz ha sido la religión. Mediante la palabra, con un razonamiento simbólico al estilo del cuento, buscando entre los miedos y anhelos más profundos del hombre hasta llegar al miedo a la muerte, las religiones han forjado su propio marco formal desobediencia-castigo, en el que el castigo toma la forma de la condena al infierno. Una vez interiorizado el miedo al infierno al estilo del que te come el lobo de las fábulas, la comunidad está lista para llenarlo de contenido, para vincular ese castigo a la desobediencia de normas concretas. Asegurándose de que las normas con las que se gobierna la comunidad van a estar no solo respaldadas por la religión, sino perpetuadas por esta; pues las ha almacenado en el lugar más profundo de los sentimientos humanos, ese al que nunca se deja de recurrir: el miedo a la nada. Este es, quizás, el papel más importante que juegan las religiones, el de sostén y cimiento del sistema normativo de una sociedad, y una de las explicaciones de su pervivencia en la historia. Y es que en periodos en los que el espíritu democrático aún no se atisbaba, las religiones suplían su ausencia con éxito notable.

La importancia de la función normativa, por encima de la teológica, se manifiesta en casos como el Budismo, a mitad de camino entre la religión y la ética laica, que no precisan de la existencia de un dios en su sistema, porque se fundamentan en el conocimiento honesto de uno mismo. ¿Pero cómo resuelve el Budismo la falta de un dios todopoderoso que tutele el comportamiento de los hombres? Lo hace recurriendo a un ingenioso sistema cíclico basado en el karma y los renacimientos. Las malas acciones no son castigadas por una deidad, sino que se anotan en una cuenta de resultados a doble columna y solo pueden ser compensadas por buenas acciones, con la particularidad de que cada acción positiva o negativa es recompensada o sancionada con otra acción de rebote del mismo signo que recae sobre el autor generando una espiral que se autoalimenta. Al final de la vida la suma de todo el bien hecho se compara con la del mal, dejando un beneficio o una pérdida, que premian o castigan en una próxima vida en proporción de su magnitud. Eso es el ciclo del karma, la configuración del destino del individuo en función de la malas y buenas acciones hechas; y, como tal, cumple perfectamente la tarea de ordenar el comportamiento social de los miembros de la comunidad siguiendo un esquema beneficioso para el conjunto. Pero con un matiz muy sutil: la ética budista se aleja del dogmatismo de los Diez Mandamientos de la Ley de Dios judeocristianos. Al confiar en el hombre como centro de su doctrina, solo le exige honestidad en sus acciones, obrar pensando que hace el bien, sin necesidad de especificar lo que es bueno o malo, fiándose de su criterio. Dios sustituye a la policía en unas sociedades que desconfían del hombre o que se preocupan más de mantenerlo sometido. En el Budismo, un estadio más avanzado, se llega a prescindir de dios. Estamos a un paso de distancia del laicismo y a otro más de la liberación total. Pero este último paso es gigantesco como veremos más adelante.

Hasta ahora hemos visto la omnipresencia histórica de mecanismos de adoctrinamiento mediante la palabra como modo de superar las limitaciones de los métodos policiales. Un concepto profundamente asumido por las religiones, si nos atenemos al famoso comienzo del Evangelio de san Juan: "En el Principio era el Verbo, y el Verbo estaba con Dios y el Verbo era Dios". Es decir, el principio era el verbo o, como traducen los Testigos de Jehová, la palabra. Y todo deriva de la palabra, mediante la que es posible desencadenar acciones y modificar comportamientos. Sin embargo, donde más claramente se expone la potencia de la palabra es en la brujería. Los hechizos mediante conjuros o fórmulas mágicas evidencian el grado de convicción de los pueblos en el poder de determinadas palabras para alterar voluntades. Sin duda, una de las causas por las que esta práctica ha sido tan perseguida en la cristiandad, donde era identificada como un rival directo que usaba las mismas armas que la Iglesia y que podía devaluar su mensaje como depositaria de la palabra de Dios. Y, sobre todo, sembrar la duda en los creyentes. Pues la concurrencia de un competidor expondría a la Iglesia a que los fracasos de este acabaran repercutiendo en la fortaleza de la fe.

El poder de los conjuros y las palabras mágicas de la hechicería para modificar voluntades sobrevive secularizado en forma de marketing y eslóganes publicitarios. Esta ciencia moderna evolucionó desde su papel inicial de ayudante de las ventas, hasta el día de hoy en el que se ha convertido en el principal valor añadido de un artículo, desdeñando la calidad del mismo y creando artificialmente las necesidades que cubre. Tanto se pervirtió, y tanto éxito tuvo en esa perversión el marketing, que los políticos importaron sus usos con más fe que los vendedores, de manera que en la actualidad viven exclusivamente de frases rimbombantes, pero vacías de contenido, que buscan embellecer las políticas interesadas del momento y que no se sustentan en ningún razonamiento excepto en el porque yo lo digo. Se dedican a acuñar mantras políticos como el del fin de las ideologías o el de que las recetas neoliberales son las únicas que toleran los mercados; que a base de ser repetidos mil veces entran en la conciencia del ciudadano convirtiéndose en verdades comúnmente aceptadas, que no precisan de demostración. Una vez bien establecidas estas verdades interesadas (el lobo del cuento, el infierno o el karma de las religiones), es muy fácil rellenarlas con los argumentos que más convengan. Apoyándose en ellas, los partidos cuelan toda su ideología, pero sin nombrarla, librándose del sentido peyorativo de partidismo y parcialidad que ha llegado a impregnar el concepto de ideología. Pero ni eso les vale y está triunfando ya un marketing inverso que en plena era de la información no consiste en revelar, sino en ocultar, en evitar a toda costa ser prisionero de las hemerotecas y que alguien pueda contrastar lo que se dijo hoy echando la vista atrás cinco meses. La manipulación es especialmente sangrante en la economía, que avasallando contundentemente a la política, ha conseguido convertirse en la juez exclusiva de lo posible y sancionar al neoliberalismo como única ideología admitida justo después de convencernos de que ya no había cabida para las ideologías. Pues bien, los economistas, los profetas del pasado, se han especializado en interpretar a posteriori cualquier hecho económico de manera que de él se extraiga una conclusión favorable a su bando. Mucho menos clarividentes se han mostrado, sin embargo, a la hora de predecir el futuro o anticipar las crisis.

Retomamos desde aquí el hilo del discurso que nos ha llevado desde el adoctrinamiento de los niños al de las religiones y los partidos políticos, para concluir lo necesario que le es a una comunidad dotarse de mecanismos de transmisión de valores que le ahorren poner un policía detrás de cada ciudadano, un supervisor detrás de cada policía, etcétera. Seguimos siendo como hace diez mil años. Hemos sustituido la brujería por los curanderos y estos, por la homeopatía. Sabemos usar computadoras, pero no nos hemos quitado el miedo al lobo de cuando éramos niños. Este miedo aprendido, alguien dirá que enseñado por intereses espurios, nos hace tan fáciles de manejar que nos impide soltarnos de la correa para dar el paso definitivo, aquel con el que superar el círculo vicioso de la historia. Nos referimos al círculo que ha atrapado a los pueblos pulsando las teclas del miedo y la manipulación de los sentimientos. Debemos ser tratados de una vez como hombres y no como niños. No es malo per se, es incluso deseable, cierto adoctrinamiento que nos permita convivir sin matarnos, siempre que se mantenga la alerta constante ante el peligro de apropiación indebida. La principal grieta de este edificio se abre cuando las instituciones que velan por su funcionamiento (los padres, la jerarquía eclesiástica, los partidos políticos) se atrincheran en sus posiciones y comienzan a transmitir valores pervertidos con el único propósito de mantener sus privilegios, olvidando el bien común.

El gran cambio de paradigma puede estar ya en marcha. Las ONG, el voluntariado, el copyleft, el software libre son tendencias que progresivamente ocupan el lugar no de los antiguos valores, que siguen siendo válidos en muchos casos, sino el de los cimientos en los que se sustentaban. El laicismo está vacío y hay que dotarlo de contenido, de unos valores más frescos que los que nos han conducido a esta crisis. Quizás un altruismo sincero que purifique la sociedad y nos evite caer en un estado policial. Hemos superado la hechicería, la religión en Occidente ha iniciado su lento declive. Hemos alumbrado sociedades democráticas que han sustituido el adoctrinamiento religioso por otro de nombre distinto, para al final volver al mismo modelo que cambiando de nombre ha permanecido intacto durante toda la historia: el modelo amo-esclavo, patricio-plebeyo, bramán-paria, señor-siervo o rico-pobre. Que las diferencias dentro del binomio cada vez sean más marcadas nos indican que en el fondo nada ha cambiado, que el paso que queda es un salto enorme que empieza por recordar que las leyes democráticas pueden corregir las del mercado, si estas no persiguen un justo reparto; que tan prioritaria como la redistribución de la riqueza entre las personas de un país es la que afecta a su reparto entre países; y que todo esto solo se podrá conseguir cuando el hombre piense por sí mismo y se cuestione todo lo que le es impuesto sin un razonamiento previo. En definitiva, es el momento de que la razón deje de ser un arma para engañar y se convierta en un instrumento de progreso sincero.