jueves, 28 de junio de 2012

Historia de la crisis y sus salidas

Entender la crisis que nos afecta está al alcance de cualquiera. El problema es que se ha alargado tanto que cualquier explicación se queda corta. Se intentan justificar las medidas adoptadas como las más convenientes para solucionar problemas inmediatos, perdiendo de vista la interpretación de la crisis como un todo. Solo desde una perspectiva global se pueden entrever los nexos que conducen desde el desmoronamiento de las 'subprime' en Estados Unidos al estallido de la burbuja inmobiliaria española y el rescate del sistema financiero. Cuando se comprendan las variables que afectan a este sistema interconectado, se estará en condiciones de juzgar las políticas que históricamente se han usado para superar otras crisis y de discernir las más convenientes para el presente. Esta perspectiva global es la que permite hacer predicciones que tengan en cuenta todos los factores que han intervenido en la crisis. Es el primer paso antes de proponer soluciones. Pero un paso trascendental, pues en toda crisis conviven los daños y las oportunidades. De ahí la relevancia de interpretar correctamente la situación que estamos viviendo, para adoptar políticas que eviten los unos y aprovechen las otras. En los siguientes párrafos se tratará de encontrar explicaciones y respuestas sencillas a todo ello.


Los políticos europeos están empezando a comprender que de esta crisis no se saldrá maquillando la realidad. El habitual lenguaje edulcorado con el que se dirigen al votante, no tiene efecto en los mercados. Como prueba, los sucesivos fracasos de las uniones bancarias. Caja Madrid, que se tambaleaba por el ladrillo, pretendió rescatar a Bancaja, que caía a plomo. Juntos crearon un ente imposible lastrado por la morosidad inmobiliaria. Cuando se hizo patente la inviabilidad del engendro, alguien tuvo la idea del banco malo. Se sacaban del balance los activos tóxicos del ladrillo, parte de los cuales quizás no se lleguen a cobrar nunca, y se creaba una entidad, Bankia, libre de deuda. Paralelamente se concebía una sociedad, el Banco Financiero y de Ahorro (BFA), que asumía todas las deudas y figuraba como matriz y propietaria de Bankia. Es decir, se barría el salón y se echaba toda la basura a la cocina. A la primera a la que no le convenció el artificio contable fue a Sol Bourgon. La jefa de los servicios jurídicos de la Comunidad Nacional del Mercado de Valores se negó a dar el visto bueno a la salida a bolsa de Bankia, para evitar futuras responsabilidades. El esperpento llegó al extremo de que fue una funcionaria subordinada la que, ante las presiones recibidas, consintió en firmar. Al poco del estreno, la cotización se desplomó atrapando a los incautos que se dejaron convencer de la solvencia de la operación.

La idea, sin embargo, no erraba demasiado. Desde que se empezaron a vislumbrar los problemas por los que atravesaba el sistema financiero español, la creación de un banco malo fue la principal demanda de sus responsables. Lo que callaban, aunque estaba en la mente de todos, era que de esa entidad se tenía que hacer cargo el Estado, es decir, los ciudadanos. Con lo que no contaban era con la actitud de los políticos. Temerosos de tomar medidas enérgicas pero impopulares o temerosos de que la medida arrastrara al propio Estado, adoptaron la posición del avestruz dejando pasar el tiempo. Así, mientras en Alemania se pactaba a finales del 2008 un rescate a la banca de casi medio billón de euros, Zapatero sacaba pecho por el mundo. Un breve repaso por las hemerotecas aclara la forma de enfrentarse a la crisis de aquel gobierno socialista: No hay crisis (febrero del 2008), el sistema financiero español es el más sólido del mundo (septiembre del 2008) y veo brotes verdes (mayo del 2009). Como tantas otras veces en España las medidas se tomaron cuando ya no había más remedio, que es otra forma de decir: cuando ya era demasiado tarde. En este periodo de indecisión los intereses al alza de la deuda han castigado de tal manera a las arcas públicas, que difícilmente tiene margen el Estado para hacer frente a sus obligaciones. Mucho menos, para asumir las de los bancos.

Cuando el rescate financiero se hizo inexcusable, el Gobierno ya no estaba en condiciones de ayudar a nadie. La banca y el Estado eran dos náufragos que no hacían pie, tratando de apoyarse el uno en el otro para sacar la cabeza del agua. Ha tenido que intervenir la Unión Europea en el papel de socorrista y está por ver que no sea arrastrada al fondo por los que se ahogan. Pero quienes esperaban más cordura en los políticos europeos que en los españoles, se equivocaron. La ayuda de 100.000 millones de euros se concedió en la forma de crédito blando (a bajos intereses), que en teoría debían devolver las entidades que se acogieran al rescate, pero en la práctica era la Hacienda Pública la que se responsabilizaba de lo que estas no devolvieran. De hecho, el devengo de los intereses será inmediato y a cargo del Estado. Es decir, a dos personas con problemas para pagar un préstamo, se les da otro para solucionarlo. Es lógico que siga la escalada de la prima de riesgo, pues los mercados han interpretado correctamente que el rescate, antes o después, va a acabar sumándose a la deuda pública. Las cajas han encontrado financiación. Ahora falta asegurarse de que su salvamento no suponga la quiebra del Estado. No sería una novedad en la historia de España. Durante los reinados de los Austrias y los Borbones lo más común han sido las periódicas suspensiones de pagos de la Corona. La coherencia histórica, puesto que todavía reina un Borbón, nos obliga a quebrar y a ponernos en manos de nuestros acreedores. Olvidar estos pequeños detalles, ocultarlos como al pariente que nos avergüenza, es lo que hace que la historia no deje de repetirse. No es difícil imaginarse a cada generación de españoles de los últimos cinco siglos repitiéndose a sí mismos que una quiebra como la última no se podría repetir. Qué ternura despiertan, ¿no?

La economía es sencilla por más que los economistas la compliquen. Tienes 100, vas a comprar y el pollo vale 50: lo compras. Tienes 100, vas a comprar y el pollo vale 150: lo hipotecas; pagas 100 y debes 50. Y esos 50 hay que pagarlos con dinero fresco. Nunca, en toda la historia de la economía se ha dado el caso de que una deuda se haya pagado con otra deuda. Las deudas hay que pagarlas sacando el fajo de la cartera, de golpe o poco a poco; todo lo demás es ciencia-ficción contable. Qué lejos quedan los días en los que se nos intentó convencer de que esta era una crisis de confianza. Todo se reducía a que los banqueros no se fiaban los unos de los otros. Bastarían unas palmadas en la espalda y un poco de buena voluntad, para retomar el camino del crecimiento donde lo dejamos. Cómo se añoran ahora los augurios que perfilaban el peor de los escenarios futuros como una crisis a la japonesa. Una tenue depresión melancólica embargaría la economía durante años, una niebla gris nos impediría ser plenamente felices, llegaríamos a casa y no tendríamos ganas de jugar con los niños porque la economía no acababa de despegar, hundida en una confortable decadencia. Lo que tenemos, en cambio, es la banca a punto de saltar y nosotros con ella, paro y desahucios, gente viviendo de la familia como en la posguerra. El mercado es un dios que pide sangre y se la tendremos que dar. O viene un tío rico de Alemania a sacarnos del apuro o tendrá que pagar el Estado. Y, como decía el eslogan, 'Hacienda somos todos'. Si no hay nadie más que pueda pagar, pagarán los de siempre. Rememorando la crisis más grande que ha pasado España en los últimos cien años, Fernando Vizcaíno Casas contaba la historia de su familia. Antes de empezar la guerra civil se hicieron con una pareja de conejos. Estos animales, famosos por su habilidad reproductora, les permitieron comer carne durante toda la contienda. No es mala sugerencia: hacer acopio de conejos, porque no se sabe cuándo volveremos a comer pollo.

Salidas históricas

Es muy difícil censurar que Alemania se resista a pagar por la mala gestión de los países del sur. En primer lugar, porque sienta un precedente. Que los derrochadores perciban sus espaldas protegidas, los incentiva a no enmendarse. Y, en segundo lugar, por el matiz tramposo que ha adquirido el cuento. Ya no es la cigarra que le pide cobijo a la hormiga cuando llega el invierno. Ahora es la cigarra la que se instala en casa de la hormiga y come de sus provisiones, mientras guarda las suyas debajo del colchón. En España se hizo mucho dinero durante la burbuja y los que lo ganaron no lo quieren devolver, claro. Ganaron los bancos y las inmobiliarias, pero también el particular que compraba un piso nuevo y lo vendía antes de formalizar las escrituras con una plusvalía de 6.000 euros. Ganaron los políticos a base de comisiones y los notarios que salían de la habitación en el momento de la firma de las escrituras, para no presenciar el intercambio de dinero negro. En general, todos vivimos por encima de nuestras posibilidades. Aunque, éticamente hablando, no se pueda comparar al que especuló y a un peón de la construcción. Uno subía el precio de la vivienda y el otro se ganaba 3.000 euros al mes en jornadas de 12 horas diarias. El dinero, además, acabó fluyendo para todos. Los beneficios del sector, los salarios inflados y las plusvalías de las ventas, acabaron en los concesionarios de coches, las agencias de viajes, las tiendas de ropa, los supermercados o los restaurantes. Sus dueños obtenían una ganancia y los trabajadores, una nómina. Paradójicamente, los funcionarios, los más atacados desde que se desató la crisis, fueron junto con los pensionistas los que menos parte sacaron. La fuerte creación de empleo de la construcción, además, saneó la Seguridad Social y evitó su quiebra. Los políticos, mientras tanto, iban a la suya. El presidente del gobierno de la época, en su papel de cigarra, no se conformó con subirse a la ola. Tampoco quiso privarse de ir cantando por toda Europa sus bondades. Cuando le recordaban que el tejido industrial italiano estaba a leguas de distancia del español, Zapatero seguía defendiendo el modelo inflado que había hecho que superáramos en renta per capita a Italia. Esta bravuconería y exhibicionismo de nuevo rico ha contagiado a Rajoy a su manera. El nuevo presidente, subrayando que quien presionó fue él a la UE y no al revés, resulta tan estrafalario que llega a ser en algún momento conmovedor.

El problema de regalar directamente el dinero a las cajas y bancos en dificultades es la injusticia social de premiar al culpable. A la ciudadanía no le seduce que se saneen bancos a su costa mientras los desahucios a particulares aumentan. Y a los países del norte no les entusiasma el hecho de rescatarnos a los del sur del descontrol en el que vivimos, después de habernos visto disfrutar del derroche. ¿Qué opciones de salir de la crisis quedan, entonces? Hay varias vías que parten del mismo punto: un país nunca está realmente en quiebra, siempre queda dinero. Los emperadores, los reyes, los presidentes saben encontrar bienes que vender. Y cuando se acaban, venden a los ciudadanos. ¿Cómo? De diversas maneras, unas más sutiles que otras. Lo que tiene que quedar claro es que el problema de fondo es la deuda pública, porque el problema de los bancos se va a acabar solucionando con dinero aportado por el Estado. Los bancos devolverán lo que puedan y lo que no, acabará aumentando la deuda española. Por lo tanto, entender cómo se sale de esta crisis pasa por preocuparnos de solucionar el problema de la deuda.

La manera más inmediata es subir los impuestos, pero contrae la economía. El aumento de impuestos llega al Estado y de las arcas públicas va a pagar la deuda. La parte que sirve para pagar a deudores españoles (bancos principalmente) revierte en la economía, siempre que los bancos recuperen la confianza y abran el grifo de los créditos. La parte que va a parar a manos de acreedores extranjeros es dinero que sale directamente de la economía y la contrae. Al salir dinero del sistema, baja el consumo; al bajar el consumo, las empresas venden menos, despiden a trabajadores, que tienen menos dinero, que compran menos, etcétera. Por supuesto, la espiral no es eterna. En un punto de equilibrio se estabiliza. La principal resistencia a aplicar este tipo de política es la propia democracia. En los tiempos del legendario Robin Hood, cuando Juan sin Tierra necesitaba dinero para ir a la guerra, no tenía más que subir los impuestos. El sheriff de Nottingham mandaba a sus hombres armados a hacer la recaudación y no había mayores contratiempos. El procedimiento era efectivo. En la actualidad nada impide a un gobierno actuaciones similares. Los inspectores de hacienda han sustituido la ballesta por el bolígrafo, pero cumplen el mismo cometido que los hombres del sheriff. No habría, pues, mayor problema, si no fuera por el detalle de que en un régimen democrático hay elecciones cada cuatro años. Y ya sabemos que los políticos suelen ser reacios a implementar medidas que pongan en juego su puesto.

Por suerte o por desgracia, existen otros mecanismos más sutiles para conseguir lo mismo. El ciudadano acaba igual de pobre y el político le puede echar la culpa al mercado. La maniobra consiste en que el Gobierno imprima billetes para pagar lo que debe. Prácticamente se pone en el papel de los falsificadores de moneda, pero con la ventaja de que esta nueva moneda se hace con las máquinas buenas y pasan a ser de curso legal. Con esta argucia se inunda el país de moneda. ¿Qué ocurre? Que si antes necesitabas comprar un pollo y tenías 100 euros, pagabas 100 euros o te morías de hambre. El que solo tenía 90 euros, se quedaba sin pollo. Tras la oferta extra de dinero, como el número de pollos no ha aumentado, puede que alguien tenga 120 euros y esté dispuesto a desembolsarlos para quedarse con el pollo. Al que antes tenía 100 euros, si no le ha llegado nada del nuevo dinero, se queda sin pollo. Y no digamos el que tenía 90. Los 20 euros extra que se pagan por el pollo es la inflación, que se dispara siempre que aumenta la cantidad de dinero disponible sin que la producción varíe. En pocos años, una inflación del 15% se come la mitad de los ahorros de una familia. El empobrecimiento de la población es el mismo que con la subida de impuestos, pero la responsabilidad de los políticos queda más diluida. Normalmente, se culpará a la macroeconomía y tan contentos.

Obviamente, España no puede poner en marcha este mecanismo, porque no es la dueña de su moneda. La potestad de emitir dinero corresponde al Banco Central Europeo. Si este decide no ejercerla, otra salida de la crisis es a la argentina. Al igual que el país sudamericano abandonó la convertibilidad peso-dólar, España siempre está a tiempo de abandonar el euro. El gobierno establece un tipo de cambio de 1 peseta por cada 1.40 euros que haya en los bancos, como hizo Argentina, y se queda con la diferencia. Ahora, si eligiendo la peseta lo que se pretende es reflejar fidedignamente el retroceso en años del poder adquisitivo que supondría abandonar el euro, la nueva moneda bien se podría llamar real o, incluso, maravedí. Todos seríamos más pobres y el Estado tendría dinero para pagar a sus acreedores. El problema es que el euro no desaparece como desapareció la peseta el 1 de enero del 2002. Sigue siendo la moneda de curso legal de otros países. Muchas personas podrían preferir conservar sus ahorros en euros antes de que la nueva moneda fuera obligatoria. En progresión geométrica los ahorradores acudirían a sus bancos a retirar euros para guardarlos bajo el colchón. Al locutor que anunciara los primeros movimientos, no le daría tiempo ni a terminar la noticia antes de tener que anunciar que oficialmente en España había un corralito.

Verdaderamente, la salida del euro no es indispensable. Es cierto que con la moneda única los países menos eficientes no pueden recurrir a la devaluación para que las exportaciones sean más competitivas. La carencia de esta herramienta hace que las diferencias entre las regiones del euro se acentúen. Sus balanzas de pagos se deterioran, cada vez compran más y venden menos. Aunque sorprenda, no es una novedad. Cuando circulaba la peseta, se producían dentro de España los mismos desequilibrios entre las regiones y ninguna pidió acuñar su propia moneda. La solución natural que ofrecía el mercado era la emigración. Si no fluyen los capitales, tienen que fluir las personas. En consecuencia, todo el centro se deshabitó más de lo que ya estaba y la población y la industria se concentraron en la periferia (Cataluña y el País Vasco, principalmente) y en la excepción madrileña. Quizás nos tengamos que ir haciendo a la idea. Se empieza poco a poco. Un individuo se va solo a la aventura y, una vez establecido, prepara el sitio para el núcleo familiar y algún amigo temporal al que pueda albergar, que vuelve a empezar el ciclo. En cinco generaciones García es el apellido más común de Düsseldorf. Si los alemanes no quieren bailar jotas en las fiestas del pueblo, ya saben lo que les conviene.

La crisis como oportunidad

En resumen, si nadie nos ayuda, solo hay una forma de salir de esta: con el dinero de los contribuyentes. Ya sea a través de impuestos o depreciando los ahorros a través de la inflación. La ironía es que el esfuerzo ya lo estábamos haciendo. El tren de vida que se gastaba en España lo sufragaban las familias atrapadas en hipotecas a 40 años a las que dedicaban un sueldo íntegro todos los meses. Esa fue la burbuja: millones de españoles pagando hipotecas desorbitadas. De ahí salió todo el dinero que creó a los nuevos ricos. Los que recibieron ese dinero a espuertas, ya han hecho caja. Pasarán la crisis bien aprovisionados. Los demás pagaremos los platos rotos de la banca con nuestro sudor. Y cuando dentro de muchos años miremos atrás, nos diremos: 'Después de tanto esfuerzo, ni siquiera tenemos casa'.

No todo es negativo en una crisis, sin embargo. Crisis significa cambio. Por eso en el mundo de los negocios se entienden como periodos de oportunidades, momentos idóneos para la osadía. La parte positiva de una depresión como la que vivimos es que obliga a adoptar medidas drásticas. Aquellas que nunca se hubieran tomado en tiempos de bonanza por la pusilanimidad de los políticos. De lo que se trata es de que las decisiones, con independencia de la finalidad inmediata, no pierdan nunca de vista dos criterios: erradicar lo perjudicial e incentivar lo deseable. De este modo saldremos de la crisis con los cimientos reforzados.

La burbuja

Antes de proponer reformas económicas concretas, no estará de más preguntarnos cómo hemos llegado a este punto. Lo primero es comprender cómo se desarrolla una burbuja. Uno de los ejemplos históricos fue la burbuja del tulipán que afectó a los Países Bajos en la primera mitad del siglo XVII. La escasez de tulipanes en combinación con una demanda consolidada hacía de su cultivo un negocio rentable. Este es el primer empujón, el que lo echa todo a rodar. Pero todavía hace falta la intervención de otro factor para explicar el fenómeno. En un mercado sano la rentabilidad atrae a los inversores y aumenta el cultivo de tulipanes y la oferta de los mismos. Al haber más tulipanes en el mercado, bajan los precios, la rentabilidad de la inversión disminuye y el negocio pierde atractivo. Poco a poco, los precios (la oferta y la demanda) y la rentabilidad de las inversiones se estabilizan. La burbuja consiste en salirse por la tangente de este mecanismo de ajuste. En un determinado momento la rentabilidad de los tulipanes crea expectativas. Los propios vendedores se lanzan a comprar tulipanes (bulbos) para plantarlos, cultivarlos y ponerlos a la venta. Eso es lo que pasó con la vivienda. Se compraban las viviendas para revenderlas, incluso en plazos muy cortos, con beneficio. La demanda había aumentado porque a los compradores que querían la casa para habitarla se les habían sumado los que las compraban para especular. En consecuencia, los precios subieron provocando que su construcción se hiciera apetecible. Nuevos agentes entraron en el sector de la construcción que daba tantas ganancias. Su competencia hizo subir el precio del suelo, de la mano de obra, del cemento, del ladrillo, de la ferralla, de los cristales, de las tuberías, etcétera. Cada vez había más casas y cada vez costaban más, pero la espiral ya tenía vida propia. A los intermediarios que florecieron especulando con la compra-venta se les unieron particulares con algo de dinero que entraron en la espiral alimentándola. ¿Cómo terminó todo? Pues igual que la burbuja del tulipán. El 5 de febrero de 1637 se vendió un lote de tulipanes por 90.000 florines. Fue la última gran venta. Al día siguiente, un lote menor al precio de 1.250 florines no encontró comprador. En cuestión de meses el mercado de tulipanes había hecho crack.

¿Cómo se sabe que hay una burbuja? ¿Tan difícil es detectarlas? Al contrario, determinados indicadores las anuncian claramente. Cuando un producto vale más en el mercado de segunda mano, que cuando se compró nuevo, hay altas probabilidades de que se trate de un mercado burbujista. Eso es lo que pasaba con las casas. Sin necesidad de mejoras en el barrio (nueva boca de metro, acondicionamiento de jardines) los inmuebles no se depreciaban como los coches o los ordenadores. Antes bien, su revalorización absorbía la inflación. Lo perverso del ladrillo es que afectó a bienes de primera necesidad. Excepto los que heredaron una vivienda, todos los demás han tenido que entrar a la fuerza en ese sinsentido; lo mismo da si fue comprando o alquilando. Y, más injusto aún, la subida de precios perjudicaba solo a quienes no especulaban con ella, a los que compraban un inmueble como vivienda habitual. Porque a los especuladores los precios les interesaban lo más altos posibles, para incrementar las plusvalías. A los mercados, sin embargo, estas consideraciones éticas no les influyen. Y a los políticos parece que tampoco. Tardaron mucho en desprenderse de la inercia que arrastraban. Se intentaron agarrar a imaginarios repuntes del precio de los pisos. La única solución que veían era inflar más el chicle, diferir el problema. Pero esta solución responde más a los deseos que al mundo de lo real. De esta burbuja hemos salido endeudados de por vida y sin casa. Como país la construcción absorbió los mejores recursos. Los márgenes de beneficio sustrajeron dinero de sectores estratégicos. La industria languidecía y los jóvenes fueron arrancados de las universidades. En vez de formarse optaron por el dinero rápido. Ahora que se los necesita, no están ahí.

El sistema financiero

Esto fue la burbuja, tan solo el origen de la crisis. Para entenderla en su totalidad, falta dejar claro un concepto: la diferencia radical que existe entre las causas de una crisis y las causas que no permiten salir de ella. Las primeras las acabamos de discutir ampliamente: la creadora de las crisis siempre es la avaricia, cualquiera que sea el camino que encuentre para expresarse. Por eso, una vez que estamos inmersos en la recesión, con la burbuja pinchada, mirar hacia el origen no sirve de nada. Lo más inmediato en estos momentos es aislar las resistencias que opone el mercado a enderezar la economía. En esa dirección apunta la siguiente pregunta. ¿Cómo se ha trasladado la burbuja inmobiliaria al sistema financiero? Si ha quedado claro que los especuladores se quedaron el dinero y las familias que se hipotecaron de por vida para comprar sus casas fueron las que pagaron y seguirán pagando la burbuja, el sistema financiero fue el que la financió, el cooperante necesario que adelantó el dinero. He aquí los tres actores de un crimen. Solo falta el arma: el sistema de crédito hizo las veces de objeto contundente. Veamos cómo funciona con un ejemplo. Andrés tiene 100 euros en una cuenta corriente que no necesita de momento. Como el banco sabe que Begoña necesita 90 euros, se los presta del dinero de Andrés para que se compre un móvil en la tienda de Carlos. Carlos hace la compra de la semana con los 90 euros en la tienda de Daniela, que los ingresa en su cuenta corriente. El banco, que debería tener en su caja fuerte los 100 euros de Andrés más los 90 de Daniela, en realidad solo tiene los 90 de Daniela más un pequeño porcentaje del de Andrés por si decide sacar algo de efectivo; en el ejemplo, 10 euros (un 10%). Pero no se detiene y guarda 9 euros de Daniela y le presta el resto, 81 euros, a Elías, que necesita un ordenador y se lo compra de segunda mano a Fátima, que ingresa el dinero en el banco y vuelve a ser prestado excepto los 8 euros, el 10% de cada depósito que mantiene por precaución el banco en la caja fuerte para cuando Andrés, Daniela o Fátima necesiten algo de efectivo. El banco debería tener ahora los 100 euros de Andrés más los 90 de Daniela más los 81 de Fátima. Lo que en realidad tiene en la caja es el 10% de cada uno de los ingresos: 10 euros de Andrés más 9 de Daniela más los 8 de Fátima; en total, 27 euros. Si estos tres clientes decidieran sacar todo su dinero del banco de una vez, 100 euros de Andrés más 90 de Daniela más 81 de Fátima, es decir, 271 euros, lo máximo que podrían llevarse sería 27, el tanto por ciento que guarda el banco por precaución. Normalmente, no suele ocurrir que todos los depositantes quieran sacar su dinero de las entidades financieras. Esto solo suele ocurrir en situaciones de crisis... en las que la desconfianza se puede materializar en un pánico bancario. O, como lo llaman más descriptivamente los sudamericanos, en una corrida bancaria. Ese correr al banco a sacar todo el dinero antes que los demás está perfectamente plasmado en la película '¡Qué bello es vivir!'.

Ambientada en la crisis de 1929, una de sus escenas muestra a los clientes de un banco agolpándose en la ventanilla para retirar el dinero de sus cuentas. George Bailey, interpretado por James Stewart, les explica que ese dinero no lo guardan en la caja fuerte, que lo han prestado para pagar la casa de los Kennedy, de la Sra. Macklin y cientos de casas más; que devolverlo supondría ejecutar las hipotecas o los créditos de sus vecinos. Uno de los clientes insiste en que por los 242 dólares que él quiere retirar, nadie se va a ir a la ruina. Y tendría razón, si no fuera porque detrás de él hay cola para hacer lo mismo hasta dejar al banco sin fondos. George consigue convencerlos de que solo retiren lo estrictamente necesario para vivir al día o el banco quebrará y lo perderán todo. Ese dinero que el banco se puede permitir devolver es el 10% de nuestro ejemplo que guardan todos los bancos sin prestarlos, para cubrir las necesidades diarias de sus clientes. En términos técnicos ese porcentaje se llama coeficiente de caja y representa la parte del dinero de sus clientes que una entidad financiera no puede usar. Por ley las entidades financieras están obligadas a respetar un determinado coeficiente de caja. Por lo tanto, cuando un cliente ingresa dinero en su cuenta corriente, el banco hace tres montones: uno es el coeficiente de caja que está obligado a guardar por ley; otra parte es el efectivo que estima que sus clientes van a necesitar en efectivo y, por último, el montón mayor con diferencia, el que destina al crédito.

Resulta irónico que la explicación de manual de los fallos del sistema bancario la dé una película que es emitida todas las navidades y, aun así, sigamos igual de expuestos que cuando se estrenó en 1946. Ilustra fielmente el proceso de deterioro bancario de una crisis. Los morosos están representados por los 8.000 dólares del banco que pierde el tío Billy. Aunque hubiera reflejado mejor el riesgo aceptado que supone todo crédito, si los 8.000 dólares los hubiera perdido en juegos de azar. El señor Potter, que se los queda, representa a los especuladores que vendieron antes del estallido. Y la corrida bancaria anticipa el destino de los bancos que jugaron demasiado al juego del crédito. Pero lo más impensable de todo es que ofrece la solución a la crisis bancaria. Al final de la película, Clarence, el ángel sin alas, convence a George de que el mundo sería peor sin él. Que es más de lo que la mayoría estaría dispuesta a rubricar hoy en día sobre un banquero. En cualquier caso, el milagro económico se produce al volver George a casa y encontrar que el agujero de 8.000 dólares de su banco había sido compensado con las aportaciones voluntarias de sus vecinos. Y esta va a ser la única forma de sanear las cajas y demás entidades de ahorro. Serán los vecinos o los contribuyentes los que de mejor o peor grado, con impuestos o vía inflación, acaben saneando la banca. Qué pena que las películas de Hollywood hayan perdido esta genial capacidad de calcar la vida y qué pena que no existan banqueros como George Bailey a los que rescatar sin sentirse estafados.

Qué pena, también, que no se pueda dejar caer a los bancos. Es una frase que se ha oído mucho desde que quebró Lehman Brothers. Alude al hecho perverso de que la quiebra de un banco es diferente a la de una compañía industrial. Dejaremos de lado, para simplificar, los efectos que la desaparición de toda empresa acarrea a sus trabajadores, proveedores, acreedores y entorno económico general. Cuando una empresa industrial no puede asumir sus deudas ni hay previsión de que pueda en el futuro, quiebra. Significa que se vende la empresa a trozos o entera para pagar a los acreedores. Los accionistas lo pierden todo. La justicia económica triunfa: los dueños de la empresa no han sabido gestionarla y asumen las pérdidas como asumieron las ganancias en los buenos tiempos. Con las entidades financieras no valen las mismas reglas por las características especiales del producto con el que negocian. Mientras GM saca dinero de los coches que produce, los bancos lo hacen prestando dinero que no es suyo, sino de los clientes que abren una cuenta corriente en sus oficinas. Si un banco o una caja de ahorros quiebra, no solo lo pagan los accionistas que se quedan sin dinero, sino los depositantes, que pierden el dinero de sus cuentas. El equivalente sería que una empresa guardamuebles además de cobrarnos por guardar nuestras pertenencias, hiciera negocio con ellas sin nuestro permiso. Y al ir a retirarlas nos encontráramos con que no las tenían, que las habían alquilado por un módico precio mientras no las usábamos. Una situación así sería intolerable además de estar tipificada en el código penal como apropiación indebida. Pues bien, cuando los mismos hechos afectan a nuestro dinero, no solo no están castigados, sino que la ley los ampara e incentiva.

Para un estado nunca es bueno que un banco quiebre, por la terrible contracción de la demanda que supondría, por el desempleo y por otras razones económicas. Pero en una situación como la actual, rescatarlo supone un plus de injusticia social. Con la excusa de rescatar a los ciudadanos que tienen el dinero depositado en él, se rescata a los accionistas, que son los culpables de la bancarrota. El precedente quedará en la memoria para el futuro y los dueños de los bancos se sentirán seguros e impunes. Si el dinero público les cubre las espaldas ante cualquier decisión ruinosa, no tienen ningún incentivo en mejorar. A todos los efectos, equivale a suprimir la competencia; los bancos españoles serán cada vez peores. Con el agravante de que al Estado español no le sobra el dinero. Si le sobrara, el debate quedaría reducido a un asunto ético. Pero el alto precio que las arcas públicas deben pagar por la financiación de su deuda, hace de un rescate bancario una cuestión de supervivencia. Sin ayuda exterior el rescate que necesitan las cajas supone la ruina de la Hacienda española. Los ahorros inocentes atrapados en medio, se ve ahora, son el gran salvavidas de la banca. Sin él, habría quien entre la quiebra de la banca y la del Estado, elegiría la de la banca. Este salvavidas perverso debe desaparecer. En lenguaje técnico supone exigir un coeficiente de caja del cien por ciento. Esto es, que cuando un cliente ingrese 100 euros en el banco, la entidad financiera no los pueda tocar, se limite a custodiarlos sin usarlos como fuente de crédito. Se volvería a la vieja separación de bancos comerciales y de inversión. Los primeros serían los que actuarían como meras cajas fuertes guardando el dinero de los ahorradores menos propensos al riesgo. Los segundos continuarían siendo el nexo entre los ahorradores y los inversores. Usarían el dinero de sus clientes para conceder créditos como hasta ahora, pero con una diferencia importante. Los clientes les cederían su dinero a cambio de un interés voluntariamente y con plena conciencia del riesgo que implica. Moralmente no podrían exigir un rescate. Y no verse respaldados por dinero público los haría más eficientes. Los bancos comerciales o bancos caja fuerte, obvio, volverían a poner de moda las comisiones, pues ese sería su negocio. Con semejante reestructuración, los ciudadanos de un país quedarían mejor protegidos y a las entidades bancarias no les quedaría más remedio que mejorar su productividad, su gestión y su competitividad. Pero, si de lo que se trata es de proteger a quien no quiere arriesgar su dinero, ¿por qué no dar el último paso? El Estado presiona al ciudadano a usar los bancos con fines de control fiscal. Cualquier transacción de cierta envergadura pagada con billetes es sospechosa de blanqueo de dinero. El individuo se ve indefenso ante una subida de comisiones pactada por los bancos. La coherencia manda implementar un sistema público de transferencias electrónicas que permita a una persona elegirlo o continuar con la banca privada. Al final, si el dinero es público, si los billetes solo los imprime el Estado, la lógica apunta a dar la opción de que los movimientos de dinero también estén vigilados, tutelados, por el Estado. Indudablemente, para que el ciudadano se fiara, debería haber una cláusula constitucional de salvaguardia aprobada por una mayoría cualificada que dejara claro que el Estado en ningún momento podría disponer de esos fondos en modo alguno. El dinero debería permanecer bloqueado, solo al acceso del ciudadano, sin que se moviera un solo bit ni para limpiar el polvo.

Lo importante, en cualquier caso, es comprender el problema y su envergadura. Porque cambios tan radicales solo son factibles en el largo plazo. Ponerlos en marcha de un día para otro tendría como consecuencia una contracción extraordinaria de la oferta monetaria y, paralelamente, de la economía. Impedir que los bancos puedan especular con los depósitos a la vista de sus clientes sin pedir permiso debe ser un objetivo a largo plazo, el faro de la economía hasta que se alcance el objetivo. El ideal de un coeficiente de caja del 100% no es descabellado. De hecho, el encaje bancario, otra forma de llamarlo, siempre ha sido una herramienta en manos de los gobiernos para controlar la oferta monetaria. No es un tótem intocable. La prueba es que varía según los países. Por ejemplo, Estados Unidos lo tiene del 10%; Venezuela, del 17% y la Unión Europea, del 1%, o sea, que de cada 100 euros que hay en una cuenta bancaria, el banco solo tiene la obligación de mantener en metálico un euro, el resto lo puede prestar. La inercia puede hacernos creer que una reforma de tal trascendencia es inviable en economía, cuando la norma es la contraria. Los gobiernos están acostumbrados a emprender transformaciones de mayor calado sin despeinarse. Recordemos que cuando Richard Nixon, sin consultarlo con el resto de países, abandonó el patrón oro, tardó más tiempo en decidir cuándo se anunciaba, que en aprobar la medida, según contaron después miembros de su gabinete. No se menciona el hecho caprichosamente. La rapidez con que se tomó la decisión, se explica por las urgencias del gobierno americano para financiar la guerra del vietnam. Como los Estados Unidos de los setenta, la crisis europea es el entorno perfecto para tomar medidas osadas.

La idea de establecer gradualmente un encaje bancario del 100% se encontrará con fuertes resistencias, normalmente de las personas que se benefician del sistema actual. Aquellas a las que no les importa que un autónomo se arruine o cien trabajadores se queden en paro, pero solicitan dinero público para que su banco no entre en concurso de acreedores. Los bancos nunca serán eficientes así, porque cuando se salta con red, se llega más alto, pero también se cae más veces. Multiplica las burbujas, porque se toman mayores riesgos cuando se sabe que si la entidad cae, encontrará la red del Estado para amortiguar el golpe. Tan evidente es esto como que el crédito es necesario en una economía. En ese sentido de facilitadores del crédito, el sistema financiero juega un papel crucial. Pero los beneficios que produce no justifican su perversión. El crédito no puede estar basado en tomar el dinero de los depósitos a la vista sin permiso. Los apuros en los que se están viendo las cajas de ahorros en esta crisis son la prueba palmaria de que esta prerrogativa tiene que ser suprimida. Porque no son exclusivos de la presente crisis. En toda crisis lo primero que falla es el crédito poniendo en la picota a las entidades financieras. Pasó en el 29, está pasando en nuestros días y volverá a pasar. De lo que se trata es de que no paguen justos por pecadores y que los que no quisieron arriesgar su dinero, no se vean perjudicados si un banco quiebra. Que se responsabilicen de las pérdidas los que se llevaron las ganancias. Por supuesto, habrá grupos de presión que intenten que nada cambie, negarán la evidencia e, incluso, la crisis. Adoptarán la estrategia negacionista de los que declaran que el antiguo Egipto no tenía los conocimientos necesarios para construir las pirámides, cuando la evidencia suprema de que sí los tenía es que las pirámides están ahí, enfrente de sus narices. Lástima que las crisis se desvanezcan en el recuerdo tan pronto como se superan. No tienen la consistencia sólida de las pirámides para que políticos y economistas no olviden que han existido y que están ahí esperando la oportunidad de renacer. Si está claro que el sistema produce desórdenes graves, es hora de cambiarlo. El resto de la economía ya se ajustará a las novedades. Si los bancos ya no conceden hipotecas, se vive de alquiler. En poco tiempo aparecerán ventas de pisos a plazos con opción de compra. La figura ya existe, se llama leasing, y soluciona el problema de quienes no pueden acceder a un crédito bancario regular. Es la demostración de la facilidad que tiene el crédito para abrirse camino entre las dificultades y florecer bajo mil figuras distintas.

Las oportunidades

El impulso de las crisis debe ser aprovechado en beneficio de la sociedad. La depresión es el momento exacto del ciclo económico en el que los agentes que han provocado el desastre son más vulnerables. Mientras los efectos de la crisis sean visibles, los agentes especuladores y del sistema financiero-político que la consintieron estarán expuestos. En estos momentos es cuando hay que cambiar el marco legal para corregir los desajustes. Una oportunidad así se da pocas veces en un siglo. De cómo se aproveche dependerá que de la crisis se salga con las estructuras reforzadas o arrastrando deficiencias históricas, más predispuestos a recaídas cíclicas que a la competencia.

De las crisis del petróleo de los 70 salimos con la lección de la eficiencia energética aprendida. En Europa se acabaron los edificios y vehículos diseñados como sumideros de energía fósil. Se impuso la sensibilidad ecológica como fórmula para abaratar la factura energética. Sectores industriales como el naval, que no podían competir con los astilleros coreanos, o el siderúrgico echaron el cierre o recortaron la producción. Solo sobrevivieron las excepciones que introdujeron la tecnología como valor añadido. Hoy sería impensable deshacer el camino andado. Prueba de que aquellos recortes fueron acertados.

En 2012 estamos en una situación parecida. Nadie duda de que vamos a pasar penurias, porque ya lo estamos haciendo. Pero si no se aprovechan los ajustes para fortalecer la economía, el sufrimiento habrá sido en vano. La actuación del Gobierno debe estar orientada en ese sentido. No se pide que el Estado intervenga como agente productivo. En ese papel suele ser poco eficiente y resta recursos a la iniciativa privada. Se debe limitar a señalar el camino. En estas condiciones el mercado cumple muy bien su cometido de expulsar a las empresas menos competitivas en favor de las que se adaptan mejor a las nuevas condiciones. Por ejemplo, si se necesita aumentar la recaudación, la subida de impuestos debe castigar más a aquellas actividades que queramos penalizar. La mayor carga impositiva debe recaer en empresas contaminantes o en sectores poco eficientes. En contrapartida, los recortes deben ser más suaves en sectores estratégicos como las renovables, los vehículos eléctricos o los edificios ecológicamente sostenibles. Con medidas de este tipo es suficiente. Las subvenciones a sectores no rentables como el del carbón son de los primeros gastos que se pueden suprimir, ya que absorben recursos de otros sectores más deseables. Aun con subidas de impuestos, la labor de las empresas que invierten en I+D debe quedar reflejada, en comparación, con un trato impositivo favorable.

En la Administración el margen de ahorro que pueden suponer políticas de este tipo es amplio. La primera es acelerar la implantación de la administración electrónica para que el ciudadano no pierda horas de trabajo haciendo cola; el fomento de los certificados digitales y el DNIe en el mismo sentido. El repago se entendería mejor que en la sanidad, en la justicia, si penalizara el envío de información en papel. El envío de citaciones y expedientes por correo electrónico ahorraría costes y agilizaría trámites. Marcar el paso en la sustitución de software de pago por alternativas libres y gratuitas.

Leyes que reforzaran los mecanismos antideuda serían bienvenidas. Entrarían en la categoría aquellas que favorecieran el alquiler reduciendo el plazo para desalojar a inquilinos morosos. Dar la posibilidad de abandonar un trabajo cobrando el paro después de un mes sin cobrar la nómina. Y la gran medida pendiente en España: despolitizar las cajas de ahorros. Entregar su gestión a profesionales que se guíen por criterios de mercado. Sustraerlas a los tratos de favor con los políticos, de manera que dejen de ser la fuente de financiación de sus proyectos megalómanos. Por una vez se podría pensar a largo plazo y adelantarse a un futuro sin hidrocarburos. Dinamarca ha aprobado hace poco un plan estratégico para prescindir de ellos completamente en el año 2050. No estaría mal empezar a planear algo.

Son actuaciones que cuando no mejoran la competitividad de la economía, al menos, le despejan el camino. Mirar hacia otro lado, no fomentar la competitividad, subvencionar sin ningún plan más allá de evitar el concurso de acreedores, no simplificar la burocracia; todo ello engendra empresas cada vez menos beneficiosas a las que hay que rescatar cuando ya son demasiado grandes.

Recapitulación

Ya estamos en condiciones de comprender el ciclo completo de la crisis. El desastre de las hipotecas subprime americanas en España solo actuó como espoleta. En términos cuantificables, el sistema financiero español no estaba muy expuesto. Aunque es indudable que algo le afectó directamente y a través del impacto que tuvo en países de de zona euro como Alemania y el Reino Unido. Pero sin una burbuja propia, hace tiempo que el PIB estaría creciendo de nuevo. Las subprime fueron la primera pérdida, ese primer lote de tulipanes de 1.250 florines que no encontró comprador. Sin embargo, para los bancos españoles no fue una pérdida importante cuantitativamente, sino emocionalmente. Recordemos que las burbujas nacen por las expectativas de ganancias y mueren por lo mismo. Aquella no venta de tulipanes generó expectativas de pérdidas, las mismas que el desplome de las subprime. Tanto se había hablado en España de la burbuja inmobiliaria, tanto creímos por puro voluntarismo que duraría eternamente, que cuando la realidad de Estados Unidos nos abrió los ojos, faltó tiempo para salir en estampida. Demasiado tarde. Fichas de dominó, castillos de naipes; no hay ni que mencionarlos. Ahora, una vez que estamos dentro de la crisis, el dinero para salir lo tiene que aportar alguien. Pueden ser los que se quedaron atrapados por el fin repentino de la burbuja, asumiendo pérdidas; pueden ser los ciudadanos para evitar daños mayores mediante alguna de las imaginativas medidas que ofrece la política económica para sacarles el dinero (subir impuestos, imprimir euros) o nos puede ayudar la UE, que supone que la cuenta la paguen los ciudadanos de toda Europa. En cualquier caso, la ayuda vendría acompañada de recortes parecidos a los que se han adoptado en Grecia. En función de cómo se encajen los recortes, España saldrá de su convalecencia reforzada o más enferma. La fuerza con que nos golpea la crisis puede destrozar la economía o puede ser aprovechada, como en el judo, en beneficio propio.

Es inevitable que algunas medidas se acojan con recelo y otras tengan que superar una gran resistencia. Una de las más polémicas será el objetivo a largo plazo de que las entidades financieras solo puedan disponer de los depósitos a la vista de sus clientes (las cuentas corrientes) con la expresa aceptación de estos. El encaje bancario o coeficiente de caja del 100%, que es el nombre técnico de esta meta, encierra en sí mismo una paradoja curiosa. Saca a la luz del mediodía el engranaje interno de la política. Es una medida que favorece al ciudadano. Los depósitos a la vista deberían estar protegidos por la misma garantía constitucional que la propiedad privada. Bien explicada la norma, no encontraría gran oposición en la ciudadanía y, por consiguiente, no pasaría factura electoral. ¿Dónde está el truco? ¿Por qué no se le da rango de ley? Algo tendrán que ver los grupos de presión del poder económico que cabildean para mantener el statu quo. Si los lobbies han convencido a los políticos, entonces debería ser el sistema financiero el que gobernara, para pedirle responsabilidades directamente a él. Si, por el contrario, los diputados no le dan categoría de ley maniatados por presiones del poder económico (los grandes bancos y empresarios), la situación es más grave. ¿A qué tipo de presiones están sometidos, llegan al chantaje, hay intercambio de favores, se perdonan deudas de los partidos políticos, se indulta a dirigentes bancarios? También cabe la posibilidad de que solo sea por ignorancia.

En cualquier caso, la crisis ha hecho cada vez más evidente la necesidad de reivindicar el funcionamiento del mercado desde la izquierda y rescatarlo del secuestro neoliberal. El sistema de fijación de precios en función de la oferta y la demanda es una herramienta bastante más eficiente que cualquiera de las alternativas que se han probado. Pero para que sea eficaz, el mercado debe estar libre de vicios, no como ahora. La intervención del Estado es solicitada por los liberales que defendían el laisser faire cuando de repartir las ganancias se trataba. Lo que hay que reivindicar es justo lo contrario: que el Estado intervenga antes, para garantizar el correcto funcionamiento del mercado. De lo contrario, tenemos las ganancias guardadas a buen recaudo por los que participaron de la burbuja y las pérdidas repartidas entre todos, culpables e inocentes. En vez de dirigirnos a una sociedad más igualitaria, asistimos a una redistribución de la pobreza mientras la riqueza está cada vez más concentrada en pocas manos. Desregular el sistema financiero, dejarle campar a sus anchas, conducirá a nuevas islandias. Países con un sistema bancario mayor que el propio estado e imposible de rescatar. Si el neoliberalismo es eso, que el estado rescate a empresas que tomaron decisiones erróneas, se parece bastante al socialismo. No es necesario armar tanto escándalo pregonando la mayor eficiencia de lo privado sobre lo público.

En suma, España necesita una regeneración política tanto como económica. Y la crisis es el momento ideal para acometerla. Los votantes ya están dirigiendo sus miradas demandando respuestas. El objetivo del encaje bancario del 100%, la despolitización de las cajas, mayor transparencia política, terminar el conchabeo entre el poder económico y la política; son metas que deben vencer grandes resistencias. La principal, el inmovilismo de las capas favorecidas. Pero ahora que los peligros de desregular los mercados se han materializado, es la hora de actuar. Porque los grupos de presión que se cobijan detrás del poder están debilitados desde el instante en que las portadas de los periódicos reflejan todos los días los efectos de sus políticas desreguladoras. Las tácticas de desviar la atención o mirar a otro lado no surten efecto ante una realidad tan devastadora y omnipresente. La tarea es ardua porque las medidas a tomar deben ser aprobadas por aquellos a los que perjudican directamente, por aquellos que verán recortados sus privilegios. Mantenemos la esperanza de que la presión les acabe llegando desde la calle y las urnas. El mensaje es claro. A los políticos que no lo entiendan, se les podrá contestar, como en aquel chiste picante, lo mismo que al pasajero que va sentado en el autobús, cuando la mujer que tiene al lado le suelta airada:
  —¡Oiga, qué está usted haciendo!
  —¿Yo? Nada.
  —Pues quítese y que se ponga otro.